Winnie Pooh se hace Puf

Primero le llamaron Winnie Pooh, luego pasó a Pu y, un día cualquiera, sin saber explicarse lo bajo que había llegado, lo presentaban y lo trataban de Puf, convirtiéndose el diminutivo de su sobrenombre en un nuevo apodo, un metainsulto. Winnie Pooh era un miembro frecuente de los festivales otakus, pero no se consideraba uno de ellos porque escribía diatribas y escuchaba heavy metal; aún así siempre se sintió identificado con el personaje, vestía un polo rojo y unos pantalones de corduroy amarillos, su expresión mantenía la sonrisa congelada de un dibujo, sin ningún espíritu dentro, zapatos marrones, casi neutro y colorido a la vez, tenía unos pequeños ojos negros hundidos en el rostro, percudidos calzoncillos blancos, pómulos redondeados y prominentes. Su estupidez sobrepasó la esfera de lo humano, al decidir que su suerte sería otra si cometía un crimen. ¿Pero cuál? Nunca había usado un arma, ni bien mentía se ponía pálido y temblaba, jamás cruzaba un semáforo en rojo. Contra cualquier pronóstico, en un momento de luz, se le ocurrió que lo único que podía hacer era matarse. Así que subió con este propósito al edificio más alto del centro de Lima; mientras subía por las escaleras pasaba por las oficinas llenas de gente moviéndose como hormigas sincronizadas, por los departamentos donde algunos se querían entre gemidos y otros se odiaban con platos y sartenes, por la casa de una prostituta vieja que se sacaba la casetera de la boca para darle mamadas al portero cada vez que no podía pagar el alquiler; estos hechos le daban resignación y apoyo al acercarse a la culminación de su crimen, al fin de su invisible e indiferenciable existencia. True love will find you at the end. No sabía por qué ni para qué decía o hacía las cosas, era parte de una inercia demencial que lo arrastraba y lo cubría de polvo. En el décimo quinto piso se sentó a descansar; el aroma a orines, la falta de aire fresco y el temor de que alguien sospeche lo que hacía ahí, lo hicieron continuar en su ascenso. Al llegar al último piso vio con horror y sorpresa que había una larga fila para saltar, eran cientos esperando su turno y todos se veían como él, algunos fumaban un cigarro, otros leían uno que otro libro, muchos se despedían entre sollozos por teléfono, también se practicaban felaciones que hacían la espera agradable y compartida. De los que no encontraron a nadie a quién chupársela, ni quien se las chupe (la vieja prostituta estaba muy ocupada), no faltaron los desesperados que saltaron por el tragaluz, y la luz se los tragó, solo que cuando Puf miró hacia abajo intuyó un colchón de carne que ponía en duda la eficacia de este improvisado método; idea que fue confirmada por el último que saltó de esta forma, al volver a subir advirtiendo a los demás de su error. Cuando por fin entraban en la azotea, veían pasmados que sucedía lo mismo en muchos otros edificios. En la parte de abajo los ladrones esperaban algún diente de oro, una cadena, un reloj, etc. Ahora el suicidio está institucionalizado en esa zona, es algo común y corriente en el centro de Lima, familias enteras y diversos grupos de amigos quedan ahí para matarse; en los demás distritos lo llaman la lluvia de los osos de peluche, o el bombardeo de Disney con un nuevo estilo de arte.

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